¡Amada Libertad, triunfaste sobre los fantasmas!
Recorro el camino del medio y aún así tropiezo con muchas piedras. Piedras de todos los tamaños, unas con aristas tan afiladas que lograron herir mi alma. Han descarnado mi templo y lo han echado a pedazos a los cuervos.
Era noche, se escuchaba a lo lejos el canto liso de los grillos. Un murciélago rondaba un almendro. Qué noche cerrada. Manto negro.
Alma acongojada, adolorida, soñadora y triste, fabricante gratuita de quimeras, a través de la oscuridad miraba, buscando formas conocidas. Todo se había diluido. Lo que creía erguido, se chorreaba como río fuera de cauce. Era un mar de llanto.
Miré mis manos, se desprendían de ellas mis dedos, falange por falange. Se fueron, pero antes me dijeron: “No nos necesitas, están perdidas tus ilusiones, ¿Para qué nos quieres? ¿Si tomas papel y lápiz, a quién escribirás y cantarás amores? ¿A quién dibujarás? Sin siquiera una sombra que te contemple, no necesitas maquillarte, ni peinarte, ni ponerte bonita, ¿Quién te va a mirar? Mis dedos agarraron camino y mi sangre saltó como avalancha, corría caliente por todo mi cuerpo, bañaba mi piel y anegaba el lugar. Se aceleró mi pena con dolor de muerte, dolor incurable. Mi altivez se rindió y mi orgullosa cabeza se dobló sobre mi pecho, mis piernas no resistieron y me dejaron caer. Quedé fundida en el antro negro de mi propia noche, sin una luz de esperanza, tendida en el suelo, dispuesta a dejarme ir. Me olvidé de todo.
¿Pasaron minutos, horas, días? Nunca lo supe. El gélido viento soplaba sobre mí. Arremolinaba mis cabellos y lo poco que de ropa me quedaba. Ese viento danzón se burlaba de mí, se reía a carcajadas y acabó por arrancarme todo. De mí solo quedó la esencia del ser convertido en diminuta chispa de color violeta, con matices diamantinos que juguetona se movía. Todo se fue aquietando, solo se oían los sonidos propios de la noche. El frío era el Rey, la Reina era la Noche, ¡qué tremenda pareja!
De pronto, entre las sombras indefinidas apareció una línea luminosa que se originaba desde una puerta entreabierta. Contra esa luz se fue dibujando una silueta que crecía, que se magnificaba en el claro-oscuro escenario. Se acercaba a mí pero yo no distinguía su rostro, sin embargo pude oír su dulce voz que fue bálsamo sanador para mi acongojado ser. Como halo envolvente se pegó en mí. Esa majestuosa entidad era la Esperanza que, suave y amorosa me hablaba de mis experiencias logradas. Me dijo que en todo instante ha estado conmigo, que se ha gozado como suyas mis quimeras, que además las había propiciado porque de esa forma y a través de mí, podía conocer y degustar el placer que sentimos los mortales.
Me exigió erguirme y dijo:
-Sigue tu camino, la ruta está marcada. Tu loca fantasía te obligará a hacer muchos altos en puertos diferentes, pero no te aflijas, eso será el combustible que mueva el motor de tu navío por los mares bravío de los sueños. ¡Adelante, jamás te rindas! ¡Eres libre! ¡Sigue buscando a Eros, si no lo encuentras él te encontrará a tí!
¡Amor, Amor, Amor, qué arisco Amor!
Ana Lucía Montoya Rendón
Mayo 2008.
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