Sucedió que una vez me tuve que hospedar en un curioso hotel. Era yo pues un hombre altísimo y esquelético y además burdo y oscuro. Casi siempre lloraba, me asaltaban violentos pensamientos abstractos, y saludaba por doquier, a quien sea y cuando sea.
Mi condición claramente anormal para los demás, era sin embargo para mí algo ya tan asimilado, que tenía mi propia versión del mundo.
Ya en el hotel, me olvidé de porqué había decidido hospedarme allí. Pero ya también me había acostumbrado a mis lagunas mentales. Me reía de mis dudas.
Salude entre lágrimas a cuanta persona me crucé en el hotel y me fui a la habitación que me había indicado el botones.
Una vez adentro de la habitación me dediqué a vivir la vida de hermetismo que se vive dentro de la habitación de un hotel.
Pasó primero un día, luego dos, luego tres, y finalmente cuando ya llevaba una semana enfrascado bajo las sábanas de la que era mi cama; alguien golpeó la puerta.
Me quedé petrificado.
Me levanté de mi cama, y abrí la puerta con un poco de miedo. Solo el pasillo desolado y tranquilo estaba allí. Suspiré con un poco de alivio.
Sin embargo cuando cerré la puerta y me volteé hacia el interior de mi pequeño mundo, me encontré con un hombre parado frente a mí.
Era un hombre altísimo y esquelético y era también burdo y oscuro. Lloraba, sucumbía a pensamientos violentos y abstractos, y saludaba perdidamente por doquier.
Me quedé estupefacto pero maravillado.
Le ofrecí una apacible taza de café importado que siempre llevaba conmigo y el hombre la aceptó.
El frío que tenían nuestros cuerpos se comunicó fraternalmente. Ambos nos miramos largo rato, y entendimos claramente que estábamos destinados a prolongarnos en la soledad. Sin embargo eso ya no nos importaba.
Así sucedió pues que por la calle dos hombres burdos y oscuros se marchaban de un hotel de algún lugar que probablemente ninguno luego recordaría, ya que los pensamientos ambiguos a los que sucumbían eran tantos; que su memoria se había gastado.
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