(del poemario: "Relojes de arena, corazones de barro")
Rozan las yemas de los dedos,
palio de noche en blanco,
la piel rosada de vuestras cuerdas vocales:
rojos sonidos, ocres de soledades,
de silencios fulleros,
envites como astas de toro,
provocación de olas
llegadas de resecos mares.
En esta travesía,
qué más da si fue noche o día,
recibí un certero mazazo,
crujió mi frontal,
se desplazaron mis parietales,
una serpiente eléctrica,
sigilosa y a oscuras,
cruzo el espinazo:
¡Por Dios!
¿En qué mi presencia os ofende?
Sabed que voy de regreso de donde vine:
al regazo de todos los mortales.
Esta quietud que no aplaca mi inquietud,
esta enfermiza ansia,
fuego griego que todo lo abrasa;
estos ojos quemados,
esta mente reloj que no para:
arenas movedizas bajo el sol,
arenas, arenas en cada zapato
que entorpecen el paso, si acaso,
del ir más allá, en el acá,
en cada terrible ocaso:
mi ocaso,
el de todos.
Fui atravesado por inoportuna,
quién sabe, saeta,
desde entonces llevo bajo el brazo
el compendio de todas,
de cada una de las dudas;
invoco lo que resta de divino en lo humano,
obteniendo a cambio otro espasmo de silencio,
una contracción, dolor, en cada renacimiento.
Hermana, hermano:
¿de tenderte la mano
hallaré en la tuya un puerto?
Jeroni Mira G.
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